miércoles, 15 de abril de 2009

Platón: El banquete

Pero, primero, es preciso que conozcáis la naturaleza humana
y las modificaciones que ha sufrido, ya que nuestra antigua
naturaleza no era la misma de ahora, sino diferente.
En primer lugar, tres eran los sexos de las personas, no dos,
como ahora, masculino y femenino, sino que había, además,
un tercero que participaba de estos dos, cuyo nombre sobrevive
todavía, aunque él mismo ha desaparecido.
El andrógino, en efecto, era entonces una cosa sola en cuanto a forma y
nombre, que participaba de uno y de otro, de lo masculino
y de lo femenino, pero que ahora no es sino un nombre que
yace en la ignominia.
En segundo lugar, la forma de cada persona era redonda en su totalidad,
con la espalda y los costados en forma de círculo. Tenía cuatro manos, mismo
número de pies que de manos y dos rostros perfectamente
iguales sobre un cuello circular. Y sobre estos dos rostros,
situados en direcciones opuestas, una sola cabeza, y además
cuatro orejas, dos órganos sexuales, y todo lo demás como
uno puede imaginarse a tenor de lo dicho. Caminaba
también recto como ahora, en cualquiera de las dos
direcciones que quisiera; pero cada vez que se lanzaba a
correr velozmente, al igual que ahora los acróbatas dan
volteretas circulares haciendo girar las piernas hasta la
posición vertical, se movía en círculo rápidamente
apoyándose en sus miembros que entonces eran ocho.
Eran tres los sexos y de estas características, porque lo masculino
era originariamente descendiente del sol, lo femenino,
de la tierra y lo que participaba de ambos, de la luna, pues
también la luna participa de uno y de otro. Precisamente
eran circulares ellos mismos y su marcha, por ser similares
a sus progenitores. Eran también extraordinarios en fuerza
y vigor y tenían un inmenso orgullo, hasta el punto de que
conspiraron contra los dioses.
Y lo que dice Homero de Esfialtes y de Oto se dice también de ellos:
que intentaron subir hasta el cielo para atacar a los dioses.
Entonces, Zeus y los demás dioses deliberaban sobre qué
debían hacer con ellos y no encontraban solución. Porque,
ni podían matarlos y exterminar su linaje, fulminándolos
con el rayo como a los gigantes, pues entonces se les habrían
esfumado también los honores y sacrificios que recibían
de parte de los hombres, ni podían permitirles tampoco
seguir siendo insolentes.
Tras pensarlo detenidamente dijo, al fin, Zeus:
«Me parece que tengo el medio de cómo podrían seguir
existiendo los hombres y, a la vez, cesar de su desenfreno
haciéndolos más débiles. Ahora mismo, dijo, los cortaré
en dos mitades a cada uno y de esta forma serán
a la vez más débiles y más útiles para nosotros por ser más
numerosos. Andarán rectos sobre dos piernas y si nos
parece que todavía perduran en su insolencia y no quieren
permanecer tranquilos, de nuevo, dijo, los cortaré en dos
mitades, de modo que caminarán dando saltos sobre una
sola pierna».
Dicho esto, cortaba a cada individuo en dos
mitades, como los que cortan las serbas y las ponen en
conserva o como los que cortan los huevos con crines. Y
al que iba cortando ordenaba a Apolo que volviera su
rostro y la mitad de su cuello en dirección del corte, para
que el hombre, al ver su propia división, se hiciera más
moderado, ordenándole también curar lo demás. Entonces,
Apolo volvía el rostro y, juntando la piel de todas partes en
lo que ahora se llama vientre, como bolsas cerradas con
cordel, la ataba haciendo un agujero en medio del vientre,
lo que llaman precisamente ombligo. Alisó las otras arrugas
en su mayoría y modeló también el pecho con un
instrumento parecido al de los zapateros cuando alisan
sobre la horma los pliegues de los cueros. Pero dejó unas
pocas en torno al vientre mismo y al ombligo, para que
fueran un recuerdo del antiguo estado.
Así, pues, una vez que fue seccionada en dos la forma original,
añorando cada uno su propia mitad se juntaba con ella y
rodeándose con las manos y entrelazándose unos con otros,
deseosos de unirse en una sola naturaleza, morían de hambre y de
absoluta inacción, por no querer hacer nada separados unos
de otros. Y cada vez que moría una de las mitades y
quedaba la otra, la que quedaba buscaba otra y se enlazaba
con ella, ya se tropezara con la mitad de una mujer entera,
lo que ahora precisamente llamamos mujer, ya con la de un
hombre, y así seguían muriendo. Compadeciéndose
entonces Zeus, inventa otro recurso y traslada sus órganos
genitales hacia la parte delantera, pues hasta entonces
también éstos los tenían por fuera y engendraban y parían
no los unos en los otros, sino en la tierra, como las cigarras.
De esta forma, pues, cambió hacia la parte frontal sus
órganos genitales y consiguió que mediante éstos tuviera
lugar la generación en ellos mismos, a través de lo
masculino en lo femenino, para que si en el abrazo se
encontraba hombre con mujer, engendraran y siguiera
existiendo la especie humana, pero, si se encontraba varón
con varón, hubiera, al menos, satisfacción de su contacto,
descansaran, volvieran a sus trabajos y se preocuparan de
las demás cosas de la vida.
Desde hace tanto tiempo, pues,es el amor de los unos a los
otros innato en los hombres y restaurador de la antigua naturaleza,
que intenta hacer uno solo de dos y sanar la naturaleza humana.
Por tanto, cada uno de nosotros es un símbolo de hombre, al haber
quedado seccionado en dos de uno solo, como los
lenguados. Por esta razón, precisamente, cada uno está
buscando siempre su propio símbolo. En consecuencia,
cuantos hombres son sección de aquel ser de sexo común
que entonces se llamaba andrógino son aficionados a las
mujeres, y pertenece también a este género la mayoría de
los adúlteros; y proceden también de él cuantas mujeres, a
su vez, son aficionadas a los hombres y adúlteras. Pero
cuantas mujeres son sección de mujer, no prestan mucha
atención a los hombres, sino que están más inclinadas a las
mujeres, y de este género proceden también las lesbianas.
Cuantos, por el contrario, son sección de varón, persiguen a
los varones y mientras son jóvenes, al ser rodajas de varón,
aman a los hombres y se alegran de acostarse y abrazarse;
éstos son los mejores de entre los jóvenes y adolescentes,
ya que son los más viriles por naturaleza.
Algunos dicen que son unos desvergonzados, pero se equivocan.
Pues no hacen esto por desvergüenza, sino por audacia, hombría y
masculinidad, abrazando lo que es similar a ellos. Y una
gran prueba de esto es que, llegados al término de su formación,
los de tal naturaleza son los únicos que resultan
valientes en los asuntos políticos. Y cuando son ya unos
hombres, aman a los mancebos y no prestan atención por
inclinación natural a los casamientos ni a la procreación de
hijos, sino que son obligados por la ley, pues les basta vivir
solteros todo el tiempo en mutua compañía. Por consiguiente,
el que es de tal clase resulta, ciertamente, un
amante de mancebos y un amigo del amante, ya que siempre
se apega a lo que le está emparentado. Pero, cuando se
encuentran con aquella auténtica mitad de sí mismos tanto
el pederasta como cualquier otro, quedan entonces
maravillosamente impresionados por afecto; afinidad y
amor, sin querer, por así decirlo, separarse unos de otros ni
siquiera por un momento. Éstos son los que permanecen
unidos en mutua compañía a lo largo de toda su vida, y ni
siquiera podrían decir qué desean conseguir realmente unos
de otros. Pues a ninguno se le ocurriría pensar que ello
fuera el contacto de las relaciones sexuales y que, precisamente
por esto, el uno se alegra de estar en compañía
del otro con tan gran empeño. Antes bien, es evidente que
el alma de cada uno desea otra cosa que no puede expresar,
si bien adivina lo que quiere y lo insinúa enigmáticamente.
Y si mientras están acostados juntos se presentara Hefesto
con sus instrumentos y les preguntara: «¿Qué es, realmente,
lo que queréis, hombres, conseguir uno del otro?», y si al
verlos perplejos volviera a preguntarles: «¿Acaso lo que
deseáis es estar juntos lo más posible el uno del otro, de
modo que ni de noche ni de día os separéis el uno del otro?
Si realmente deseáis esto, quiero fundiros y soldaros en uno
solo, de suerte que siendo dos lleguéis a ser uno, y mientras
viváis, como si fuerais uno solo, viváis los dos en común y,
cuando muráis, también allí en el Hades seáis uno en lugar
de dos, muertos ambos a la vez. Mirad, pues, si deseáis esto
y estaréis contentos si lo conseguís.» Al oír estas palabras,
sabemos que ninguno se negaría ni daría a entender que
desea otra cosa, sino que simplemente creería haber
escuchado lo que, en realidad, anhelaba desde hacía
tiempo: llegar a ser uno solo de dos, juntándose y
fundiéndose con el amado. Pues la razón de esto es que
nuestra antigua naturaleza era como se ha descrito y nosotros
estábamos íntegros. Amor es, en consecuencia, el nombre
para el deseo y persecución de esta integridad. Antes,
como digo, éramos uno, pero ahora, por nuestra iniquidad,
hemos sido separados por la divinidad, como los arcadios
por los lacedemonios.
Existe, pues, el temor de que, si no somos mesurados respecto a los dioses,
podamos ser partidos de nuevo en dos y andemos por ahí como los que
están esculpidos en relieve en las estelas, serrados en dos
por la nariz, convertidos en téseras. Ésta es la razón,
precisamente, por la que todo hombre debe exhortar a otros
a ser piadoso con los dioses en todo, para evitar lo uno y
conseguir lo otro, siendo Eros nuestro guía y caudillo. Que
nadie obre en su contra -y obra en su contra el que se
enemista con los dioses-, pues si somos sus amigos y
estamos reconciliados con el dios, descubriremos y nos
encontraremos con nuestros propios amados, lo que ahora
consiguen sólo unos pocos.

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